Umberto Eco
Cómo viajar con un salmón
Por lo que se lee en los periódicos, dos son los temas que dominan nuestro tiempo: la invasión de las computadoras y el acuciante avance del tercer mundo. Es verdad, y yo bien lo sé.
Mi viaje hace unos días era breve: un día en Estocolmo y tres en Londres. En Estocolmo me sobró tiempo para comprar un salmón ahumado, enorme, a un precio tirado. Estaba cuidadosamente envuelto en plástico, pero me dijeron que si estaba de viaje era mejor tenerlo en un lugar fresco. Fácil de decir.
Afortunadamente, en Londres, mi editor me había reservado una habitación en un hotel de lujo, dotado de heladera. Una vez llegado al hotel, tuve la impresión de estar en una delegación de Pekín durante la sublevación de los Boxers.
Familias acampadas en el hall, viajeros envueltos en mantas durmiendo sobre su equipaje. Me informo por los empleados, todos indios más algún malayo. Me dicen que justo el día antes, ese gran hotel había instalado un sistema informático que, por defecto de instalación, hacía dos horas que se había averiado. No se podía saber qué habitación estaba libre y cuál ocupada. Era necesario esperar.
Por la tarde la computadora fue reparada y conseguí entrar en mi habitación. Preocupado por mi salmón, lo extraje de mi valija y busqué la heladera.
En general, las heladeras de los hoteles normales contienen dos cervezas, dos aguas minerales, algún jugo de frutas y dos paquetes de maníes. La de mi hotel, grandísima, contenía cincuenta botellitas entre whisky, ginebra, Drambuie, Courvoisier, Grand Marnier y Calvados; ocho botellitas de Perrier, dos de Vitelloise y dos de Evian; tres botellas de tamaño medio de champagne; algunas latas de cervezas holandesas y alemanas; vino blanco italiano y francés; maníes, galletitas saladas, almendras, bombones y Alka Seltzer. No había sitio para el salmón.
Abrí dos cajones espaciosos y puse dentro todo el contenido de la heladera, luego coloqué el salmón al frío y me desentendí. Cuando volví, al día siguiente a las cuatro, el salmón estaba sobre la mesa y la heladera había sido llenada de nuevo hasta el tope. Abrí los cajones y vi que todo el material escondido en ellos el día anterior aún estaba allí. Llamé a la recepción y dije que advirtieran al personal de la planta que si encontraban la heladera vacía no era porque lo hubiera consumido todo, sino a causa del salmón. Me respondieron que era necesario pasar la información a la computadora central, sobre todo porque la mayor parte del personal no hablaba inglés y no podía recibir órdenes de palabra, sino instrucciones en Basic.
Abrí otros dos cajones y trasladé el nuevo contenido de la heladera, en la que instalé a continuación mi salmón. Al día siguiente, a las cuatro, el salmón estaba sobre la mesa, y ya emanaba un olor sospechoso. La heladera rebosaba de botellas y botellitas. Llamé a recepción y me dijeron que había habido un nuevo percance con la computadora. Volví a llamar a la recepción e intenté explicarle mi caso a un tipo que llevaba el pelo recogido en un moño sobre la nuca: pero hablaba sólo un dialecto que, como un colega antropólogo me explicaría más tarde, se practicaba sólo en el Kefiristán en los tiempos en que Alejandro Magno se desposaba con Roxana.
A la mañana siguiente, bajé a firmar la cuenta. Era astronómica. Resultaba que había consumido, en dos días y medio, algunos hectolitros de Veuve Clicquot, diez litros de whiskies diferentes, incluidos algunos gran reserva selectísimos, ocho litros de ginebra, veinticinco litros entre Perrier y Evian, más algunas botellas de naranjada, tantos jugos de fruta como hubieran sido necesarios para calmar la sed a todos los niños asistidos por la UNICEF, tantas almendras, nueces y maníes que harían vomitar a un encargado de la autopsia de los personajes de La Grande Bouffe. Intenté explicarlo, pero el empleado, sonriendo con los dientes ennegrecidos por el betel, me aseguró que la computadora decía eso. Pedí un abogado y me trajeron una palta.
Mi editor ahora está furioso y me considera un parásito. El salmón es incomible. Mis hijos me han dicho que debería beber un poco menos.
Mi viaje hace unos días era breve: un día en Estocolmo y tres en Londres. En Estocolmo me sobró tiempo para comprar un salmón ahumado, enorme, a un precio tirado. Estaba cuidadosamente envuelto en plástico, pero me dijeron que si estaba de viaje era mejor tenerlo en un lugar fresco. Fácil de decir.
Afortunadamente, en Londres, mi editor me había reservado una habitación en un hotel de lujo, dotado de heladera. Una vez llegado al hotel, tuve la impresión de estar en una delegación de Pekín durante la sublevación de los Boxers.
Familias acampadas en el hall, viajeros envueltos en mantas durmiendo sobre su equipaje. Me informo por los empleados, todos indios más algún malayo. Me dicen que justo el día antes, ese gran hotel había instalado un sistema informático que, por defecto de instalación, hacía dos horas que se había averiado. No se podía saber qué habitación estaba libre y cuál ocupada. Era necesario esperar.
Por la tarde la computadora fue reparada y conseguí entrar en mi habitación. Preocupado por mi salmón, lo extraje de mi valija y busqué la heladera.
En general, las heladeras de los hoteles normales contienen dos cervezas, dos aguas minerales, algún jugo de frutas y dos paquetes de maníes. La de mi hotel, grandísima, contenía cincuenta botellitas entre whisky, ginebra, Drambuie, Courvoisier, Grand Marnier y Calvados; ocho botellitas de Perrier, dos de Vitelloise y dos de Evian; tres botellas de tamaño medio de champagne; algunas latas de cervezas holandesas y alemanas; vino blanco italiano y francés; maníes, galletitas saladas, almendras, bombones y Alka Seltzer. No había sitio para el salmón.
Abrí dos cajones espaciosos y puse dentro todo el contenido de la heladera, luego coloqué el salmón al frío y me desentendí. Cuando volví, al día siguiente a las cuatro, el salmón estaba sobre la mesa y la heladera había sido llenada de nuevo hasta el tope. Abrí los cajones y vi que todo el material escondido en ellos el día anterior aún estaba allí. Llamé a la recepción y dije que advirtieran al personal de la planta que si encontraban la heladera vacía no era porque lo hubiera consumido todo, sino a causa del salmón. Me respondieron que era necesario pasar la información a la computadora central, sobre todo porque la mayor parte del personal no hablaba inglés y no podía recibir órdenes de palabra, sino instrucciones en Basic.
Abrí otros dos cajones y trasladé el nuevo contenido de la heladera, en la que instalé a continuación mi salmón. Al día siguiente, a las cuatro, el salmón estaba sobre la mesa, y ya emanaba un olor sospechoso. La heladera rebosaba de botellas y botellitas. Llamé a recepción y me dijeron que había habido un nuevo percance con la computadora. Volví a llamar a la recepción e intenté explicarle mi caso a un tipo que llevaba el pelo recogido en un moño sobre la nuca: pero hablaba sólo un dialecto que, como un colega antropólogo me explicaría más tarde, se practicaba sólo en el Kefiristán en los tiempos en que Alejandro Magno se desposaba con Roxana.
A la mañana siguiente, bajé a firmar la cuenta. Era astronómica. Resultaba que había consumido, en dos días y medio, algunos hectolitros de Veuve Clicquot, diez litros de whiskies diferentes, incluidos algunos gran reserva selectísimos, ocho litros de ginebra, veinticinco litros entre Perrier y Evian, más algunas botellas de naranjada, tantos jugos de fruta como hubieran sido necesarios para calmar la sed a todos los niños asistidos por la UNICEF, tantas almendras, nueces y maníes que harían vomitar a un encargado de la autopsia de los personajes de La Grande Bouffe. Intenté explicarlo, pero el empleado, sonriendo con los dientes ennegrecidos por el betel, me aseguró que la computadora decía eso. Pedí un abogado y me trajeron una palta.
Mi editor ahora está furioso y me considera un parásito. El salmón es incomible. Mis hijos me han dicho que debería beber un poco menos.
Click para leer el mismo texto en inglés
According to the newspapers, there are two chief problems that beset the modern world: the invasion of the computer, and the alarming extension of the Third World. The newspapers are right, and I know it.
My recent journey was brief: one day in Stockholm and three in London. In Stockholm, taking advantage of a free hour, I bought a smoked salmon, an enormous one, dirt cheap. It was carefully packaged in plastic, but I was told that, if I was traveling, I would be well-advised to keep it refrigerated. Just try.
Happily, in London, my publisher made me a reservation in a deluxe hotel, a room provided with minibar. But on arriving at the hotel, I have the impression of entering a foreign legation in Peking during the Boxer rebellion.
Whole families are camping out in the lobby; travelers wrapped in blankets are sleeping amid their luggage. I question the staff, all of them Indians, except for a few Malayans, and I am told that just yesterday, in this grand hotel, a computerized system was installed and, before all the kinks could be eliminated, it broke down for two hours. There was no way of telling which rooms were occupied or which were free. I would have to wait.
Towards evening the computer was debugged, and I managed to get into my room. Worried about my salmon, I removed it from the suitcase and looked for the minibar.
As a rule, in normal hotels, the minibar is a small refrigerator containing two beers, some miniature bottles of hard liquor, a few tins of fruit juice and two packets of peanuts. In my hotel, the refrigerator was family size and contained fifty bottles of whisky, gin, Drambuie, Courvoisier, eight large Perriers, two Vitelloises and two Evians, three half-bottles of champagne, various cans of Guinness, Pale Ale, Dutch beer, German beer, bottles of white wine both French and Italian and, besides peanuts, also cocktail crackers, almonds, chocolates and Alka-Seltzer. There was no room for the salmon. I pulled out two roomy drawers of the dresser and emptied the contents of the bar into them, then refrigerated the salmon, and thought no more about it. The next day, when I came back into the room at four in the afternoon, the salmon was on the desk, and the bar was again crammed almost solid with gourmet products. I opened the drawers, only to discover that everything I had hidden there the day before was still in place. I called the desk and told them to inform the chambermaids that if they found the bar empty it wasn’t because I had consumed all its contents, but because of the salmon. They replied that the information had to be given to the central computer, but because most of the staff spoke no English, verbal instructions were not accepted. All orders had to be given in BASIC.
I pulled out another two drawers and transferred the new contents of the bar, where I then replaced my salmon. The next day at four P.M., the salmon was back on the desk, and it was already emanating a suspect odor.
The bar was crammed with bottles large and small, and the four drawers of the dresser suggested the back room of a speakeasy at the height of Prohibition. I called the desk again and they told me they were having more trouble with the computer. I rang the bell for room service and tried to explain my situation to a youth with his hair in a bun; he spoke only a dialect that, as an anthropologist colleague explained later, was heard only in Kefiristan at about the time Alexander the Great was wooing Roxana.
The next morning I went down to sign the bill. It was astronomical. It indicated that in two and a half days I had consumed several hectoliters of Veuve Clicquot, ten liters of various whiskies, including some very rare single malts, eight liters of gin, twenty-five liters of mineral water (both Perrier and Evian, plus some bottles of San Pellegrino), enough fruit juice to protect from scurvy all the children in UNICEF’s care, enough almonds, walnuts and peanuts to induce vomiting in the attendant on the autopsy of the characters in La grande bouffe. I tried to explain, but the clerk, with a betel-blackened smile, assured me that this was what the computer said. I asked for a lawyer, and they brought me an avocado.
Now my publisher is furious and thinks I’m a chronic freeloader. The salmon is inedible. My children insist I cut down on my drinking.
My recent journey was brief: one day in Stockholm and three in London. In Stockholm, taking advantage of a free hour, I bought a smoked salmon, an enormous one, dirt cheap. It was carefully packaged in plastic, but I was told that, if I was traveling, I would be well-advised to keep it refrigerated. Just try.
Happily, in London, my publisher made me a reservation in a deluxe hotel, a room provided with minibar. But on arriving at the hotel, I have the impression of entering a foreign legation in Peking during the Boxer rebellion.
Whole families are camping out in the lobby; travelers wrapped in blankets are sleeping amid their luggage. I question the staff, all of them Indians, except for a few Malayans, and I am told that just yesterday, in this grand hotel, a computerized system was installed and, before all the kinks could be eliminated, it broke down for two hours. There was no way of telling which rooms were occupied or which were free. I would have to wait.
Towards evening the computer was debugged, and I managed to get into my room. Worried about my salmon, I removed it from the suitcase and looked for the minibar.
As a rule, in normal hotels, the minibar is a small refrigerator containing two beers, some miniature bottles of hard liquor, a few tins of fruit juice and two packets of peanuts. In my hotel, the refrigerator was family size and contained fifty bottles of whisky, gin, Drambuie, Courvoisier, eight large Perriers, two Vitelloises and two Evians, three half-bottles of champagne, various cans of Guinness, Pale Ale, Dutch beer, German beer, bottles of white wine both French and Italian and, besides peanuts, also cocktail crackers, almonds, chocolates and Alka-Seltzer. There was no room for the salmon. I pulled out two roomy drawers of the dresser and emptied the contents of the bar into them, then refrigerated the salmon, and thought no more about it. The next day, when I came back into the room at four in the afternoon, the salmon was on the desk, and the bar was again crammed almost solid with gourmet products. I opened the drawers, only to discover that everything I had hidden there the day before was still in place. I called the desk and told them to inform the chambermaids that if they found the bar empty it wasn’t because I had consumed all its contents, but because of the salmon. They replied that the information had to be given to the central computer, but because most of the staff spoke no English, verbal instructions were not accepted. All orders had to be given in BASIC.
I pulled out another two drawers and transferred the new contents of the bar, where I then replaced my salmon. The next day at four P.M., the salmon was back on the desk, and it was already emanating a suspect odor.
The bar was crammed with bottles large and small, and the four drawers of the dresser suggested the back room of a speakeasy at the height of Prohibition. I called the desk again and they told me they were having more trouble with the computer. I rang the bell for room service and tried to explain my situation to a youth with his hair in a bun; he spoke only a dialect that, as an anthropologist colleague explained later, was heard only in Kefiristan at about the time Alexander the Great was wooing Roxana.
The next morning I went down to sign the bill. It was astronomical. It indicated that in two and a half days I had consumed several hectoliters of Veuve Clicquot, ten liters of various whiskies, including some very rare single malts, eight liters of gin, twenty-five liters of mineral water (both Perrier and Evian, plus some bottles of San Pellegrino), enough fruit juice to protect from scurvy all the children in UNICEF’s care, enough almonds, walnuts and peanuts to induce vomiting in the attendant on the autopsy of the characters in La grande bouffe. I tried to explain, but the clerk, with a betel-blackened smile, assured me that this was what the computer said. I asked for a lawyer, and they brought me an avocado.
Now my publisher is furious and thinks I’m a chronic freeloader. The salmon is inedible. My children insist I cut down on my drinking.