Instrucciones para volver a la infancia en una tardecita de otoño (A Chicha, Santiago y al Bolívar de 1970)
Diríjase usted a una plaza cercana. Tendrá que ser de tarde y tendrá que ser otoño. Siéntese en un banco y mire las hojas secas del árbol que más le guste. Déjese balancear con ellas y vea sus colores hasta encontrar un amarillo que sea como el de la vainilla. Camine por la calle Urquiza y a dos cuadras doble en la Brown hacia la izquierda. Sienta las manos de sus tíos en sus manos. Mire a los costados y recuerde esas casas viejas y las señoras y el saludo y el barrer las veredas. Pida chocolate y vainilla y sienta el frío que baja por su garganta como ese verano que se está terminando. Quédese un buen rato, no tenga apuro.
Ahora mire levemente a la derecha y, entre hoja y hoja, el viento le hará parpadear un cielo del color de la camisa del tío Santiago. Lo verá alejarse como todas las tardes hasta perderse en la esquina. Llevará sus pasos cortitos, su pelo engominado y las manos en los bolsillos. Pensará usted en lo mucho que lo ha querido.
Cierre ahora sus ojos y sienta la luz a través de los párpados. Vea como se filtra por las cortinas de la casa de enfrente y riega el piso de madera y de cera. Siga el cuadrado de sol que avanza hacia el patio con la tarde. Deberá usted mirar a la derecha y encontrará un cuarto y una cuna. Véase sin hacer ruido.
Abra lentamente los ojos y deje entrar el último verde de las hojas del otoño. Entonces andará descalzo por los bulevares con palmeras y laureles, a mitad de camino entre juegos de vereda y la sifonería de a la vuelta. Súbase a su bicicleta verde y ande usted camino al parque, a la escuela agrícola o a la panadería de la muchacha hermosa.
Ande y recuerde que, por esos días, era más importante andar que saber adónde ir.
Baje un poco su vista hasta ese grupo de hojas rojas y recuerde su primer cigarrillo. Suba al taller de Rivira y fúmelo a escondidas mientras mira el mundo de los grandes por la ventana de vidrios cuadrados. Deberá bajar despacio porque la escalera se ha puesto vieja con los años.
Si observa con cuidado encontrará también el azul de la vereda de Ayeca; el sepia de las revistas de la tía en la piecita del medio; el color del café con leche, el del tapial, el del piano, el de las calles de tierra y el de la siesta. Sentirá el calor de las noches y correrá como un loco mientras sus amigos lo llaman y le piden que vuelva.
Luego de unas horas, cuando sienta frío y crea que ya es hora de volver, no lo haga. Tendrá que mirar hacia la esquina de Tolosa donde habrá una niña de flequillo, de pecas y de once. Será ella su primer amor. La llevará al cine de la mano y se sentará a su lado. Escuchará su respiración y la imaginará en su boca. Verá su pelo rojo en la oscuridad y lo pensará en otra oscuridad. Es posible que su piel y sus deseos se escondan de los demás, no se preocupe, se irá mostrando de a poco, baldosa tras baldosa, color sobre color y nada más sobre nada más. La besará usted un día.
Levántese del banco y deje la plaza por esa vez.
Podrá usted regresar las veces que quiera y encontrará todo maravillosamente igual. Sus amigos, la barra de la calle Urquiza, sus primos, los juegos de vereda, la sifonería de a la vuelta, los bichos de luz, la casa de Ayeca, las risas, la lluvia y los helados de vainilla con el tío Santiago.