"Soplá, Pampero... soplá que te pago el vino", era lo que decíamos cuando una hermosa dama pasaba haciendo flamear su pollerita corta. Y no se trataba de pispearle el color de los calzones, era algo mucho más sensible e idílico. Era la sensación de lo prohibido que la ingenuidad y el secreto lo recreaban como algo bello. Y la complicidad, porque el juego se jugaba de a dos: ellas también disfrutaban de saber y de negarlo.
¿Pero a quién puede hacerle daño semejante acto de poesía?¿Cómo juzgar infame algo tan refinado y exquisito? En ocasiones, la falta de viento nos volvía ingeniosos y teníamos que echar mano a los contraluces. No había falda lo suficientemente aguerrida como para frenar la vehemencia de un foco de luz, que colocado estratégicamente, dibujaba con la línea de Modigliani un contorno oculto hasta recién.
Y fue, tal vez, el primer acercamiento al gran arte. Nada de lo que vino después logró conmovernos más que ese serpenteo debajo de la transparencia que se provocaba una y otra vez. Ni el mármol blanco remontando el Arno camino al cincel de Miguel Angel, ni el lienzo y el temple de Botticelli y la bella Simonetta; no nos estremeció la cúpula de Brunelleschi ni temblamos con el Baptistero de San Juan: ya habíamos visto la maravilla... Había pasado caminando al lado nuestro una tardecita ventosa de agosto.
Hoy las cosas han cambiado y el viento y los contraluces no tienen ningún sentido: ahora las damas llevan pantalón corto bajo sus faldas...
Un envoltorio oscuro y vulgar; una rareza que ciega y boicotea el sigilo que nos contenía en la mesa del bar de Abel; un atavío que procede a la ocultación más descorazonadora.
Pero llegará el momento en que la sensualidad derrote a la indiferencia y el juego de la complicidad empiece otra vez. Volverán a saberse miradas, volverán a negarlo y nosotros, felices, volveremos a pagarle una copa al vientito picarón.