—Soy un hombre permeable a su belleza, Elvira. Soy alguien que se deleita con el sabor de su beso antes de tenerlo; el beso, Elvira, ese que está entre nosotros como un animal que acecha a su presa o como una semilla que brotará irremediablemente.
Soy un hombre que imagina el tacto de sus labios para que el sueño huya espantado y así, en la vigilia, besarla antes de besarla.
Soy un hombre que besa su aliento como un preludio, un hombre que reserva el alma para perpetuarla en ese primer beso, Elvira... un beso tan suave y aquietado que, a su par, la pluma de un cisne resultaría brutal. Ante ese beso sería un hombre capaz de quebrar el viento para que la vida se detenga en ese instante. Ese hombre soy, Elvira... Y ahora, si me disculpa, le voy a paspar la jeta de un chuponazo. Porque soy también un hombre calentón, Elvira, como las arenas de los desiertos que calcinan los espacios y son...
—Metalé, Atilio... y después, si no hay más remedio, puede seguir con eso de los desiertos.